
Pequeñas decisiones, grandes cambios.

Pequeñas decisiones, grandes cambios.

Durante años pensé que comer sano era sinónimo de sufrir. Contar calorías, pasar hambre, eliminar comidas que me gustaban. “Estás a dieta”, me decían. Y sí, lo estaba. Pero cada vez que terminaba esa dieta, volvía todo lo perdido… y un poco más.
Hasta que un día me cansé. Me pregunté: ¿esto tiene que ser así siempre?
La respuesta apareció cuando decidí informarme en serio. No desde la culpa, sino desde el cuidado. Empecé a leer, a probar, a escuchar mi cuerpo. Y entendí algo simple pero profundo: alimentarse bien no es privarse, es elegir.
Elegir sentirme mejor. Tener más energía. No tener picos de hambre. Disfrutar de mi comida. Y sí, también elegir cuándo darme un gusto sin culpa.
Comencé por lo básico:
Poco a poco, empecé a notar que ya no necesitaba una «dieta». Tenía un plan que se ajustaba a mí. Que podía sostener. Que me hacía bien y no me generaba ansiedad. Podía ir con mis amigos y darme gustos sin pasarme y sin sentir culpa.
Lo más curioso fue que no solo mejoró mi cuerpo, sino también mi relación con la comida. Ya no la veía como enemigo, ni como premio o castigo. La veía como lo que es: un aliado para entrenar mejor, para pensar mejor, para vivir mejor.
Hoy, cuando alguien me dice “yo no podría comer sano”, le cuento mi historia. Porque yo también pensaba igual. Hasta que descubrí que comer bien no tiene que ser perfecto. Solo tiene que ser constante, real y adaptado a vos.
“No se trata de dejar de comer, sino de empezar a nutrirte con lo que necesitás. Porque la buena alimentación no te limita, te libera.”